febrero 24, 2013

Ambos nadaban en el placer

(...) Su victoria era grande, pues había conseguido que Adán ennobleciera su amor hasta el punto de arrostrar por ella el desagrado divino o la muerte. En recompensa (pues bien la merecía una complacencia tan criminal) le entrega con mano generosa el fruto incitante y bello que pendía de la rama. Adán no tuvo ningún escrúpulo en comer a pesar de lo que sabía; no fue engañado, sino locamente vencido por el encanto de una mujer. La tierra tembló hasta en sus entrañas, como si se renovasen sus tormentos, y la naturaleza lanzó un segundo gemido. El cielo se oscureció, dejó oír un trueno sordo y derramó algunas tristes lágrimas cuando se consumó el mortal pecado original. Adán no reparó en ello, ocupado enteramente en saciarse de aquella fruta. Eva no tuvo inconveniente en reiterar su primera transgresión, a fin de animar a su esposo con su dulce compañía.
Ambos nadaban entonces en el placer, como si estuvieran embriagados con un nuevo licor; imagínense sentir los efectos de la divinidad que les presta alas para elevarse lejos de la tierra que desdeñan. Pero aquel fruto pérfido ejerció diferente influjo, encendiendo en ellos por vez primera el apetito carnal. Adán empezó a dirigir a Eva miradas lascivas: Eva se las devolvió impregnadas de voluptuosidad: la concupiscente lujuria los envolvió a ambos en su llama. Adán excitó a Eva de esta suerte a sus amorosas caricias. (…)

“El paraíso perdido” de John Milton